Todos conocemos el enojo o la ira. Basta
recordar la última vez que estuvimos molestos o que vimos a alguien molesto...
es una emoción conocida. Sin embargo, no es una emoción bien comprendida.
Muchas veces se la juzga mal, se le coloca un estigma negativo o se la
considera como políticamente incorrecta. Digamos algo al respecto.
Cuando la mente humana percibe una
realidad como amenazante o mala, es decir que atenta o va en contra de nuestra
dignidad y nuestro ser, se despierta una emoción en nuestro interior conocida
con el nombre de “ira”. Esta emoción es una de las más fuertes que existen pues
precisamente su función es la de movernos a alejar de nosotros el mal percibido
y así defendernos y preservarnos. Es como un motor que nos da potencia
inmediata para realizar un trabajo difícil. En este sentido la ira es algo
bueno. Es una de las herramientas que tenemos para vivir, crecer y ser felices.
Pero a veces ocurre que se juzga a priori
la emoción de la ira como mala. Las causas de este juicio las dejamos para otra
ocasión. Hagamos más bien una distinción que nos puede ayudar a evitar caer en
ese error. Una cosa es la emoción que nace inmediatamente al percibir el mal y otra
cosa el consentimiento de la voluntad a desear u obrar mal contra alguien. Son
dos actos distintos. Sobre el primero no se puede hacer un juicio moral. Sólo
el segundo podría ser considerado como un acto humano incluyendo conciencia y
libertad y entonces ser juzgado como moralmente malo. En términos un poco complicados
pero útiles diríamos que ontológicamente la emoción de la ira es buena,
mientras que moralmente puede ser buena o mala dependiendo de la moralidad del
acto que acompaña.
Pongamos un ejemplo muy común en la vida
urbana. Estás manejando tranquilo cuando de pronto un auto se mete a tu carril
de improviso y te obliga a frenar en seco provocando que el auto detrás de ti
te choque. Inmediatamente se despierta una emoción en tu interior. La
intensidad, repercusión y manifestación
podrá variar de persona a persona. Algunos se bajarán del auto gritando a la
persona que los cerró, otros se bajarán sin gritar pero profundamente
indignados y otros enfurecidos y con un torbellino de emociones interiores
difíciles de describir y controlar. Pero sea cual sea la exteriorización, la
experiencia común es la de estar muy enojados. Existe un mal objetivo: tu
integridad física ha sido puesta en peligro y un bien material se ha dañado.
Ante ello nuestro interior reacciona rechazando ese mal con fuerza. Ese rechazo
emotivo se llama ira.
La emoción que se ha despertado en tu
interior no es mala moralmente hablando. Es una reacción inmediata e
involuntaria. Sin embargo si decides desear el mal a la persona que te chocó o
exteriorizar la ira haciéndole daño, ya estarías en otro escenario donde se
abre la posibilidad de evaluar moralmente la ira y juzgarla como mala por su
participación en el acto de dañar a otra persona. La línea es muy delgada y se
puede cruzar en milésimas de segundo, pero no por ello deja de ser una línea
real. A un lado hay una ira espontánea, natural y saludable, al otro un acto
acompañado de ira dañina y por tanto mala.
Esta distinción es muy importante. No se
puede tachar la ira como algo malo a
priori. Hacerlo generaría graves desórdenes en el interior y nos quitaría
una fuerza importante para el desarrollo personal. Pero tampoco se la puede
considerar como algo bueno en todas las ocasiones. Lo que sigue entonces es
aprender a conocer, aceptar y expresar adecuadamente la ira… Eso lo dejamos
para un siguiente artículo.
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