miércoles, 30 de enero de 2013

La mentira del “punto medio” en el amor



Hay una mentira común en la relación de pareja: “Tenemos que llegar a un punto medio”. ¿Quién define cuál es el punto medio? ¿Quién hace de juez? ¿Acaso ambos perciben que están cediendo lo mismo? ¿Acaso no es común pensar: “Yo estoy cediendo más” o “Yo siempre soy el/la que cedo”?

Es evidente que en una relación siempre hay que ceder. Siempre hay diferencias de opinión, de gustos, de intereses, de amistades, de paradigmas, de energía, etc.  Para estar juntos cada uno tiene que hacer el esfuerzo por renunciar un poco a sí mismo. Pero esa renuncia no puede entenderse matemáticamente. En primer lugar porque es muy difícil o imposible medir cuánto renuncia uno y cuánto el otro. Y en segundo lugar porque el amor no es un contrato con cláusulas claramente determinadas que uno tenga que cumplir y el otro tenga que supervisar y medir que estemos cumpliendo nuestra parte del contrato. Ese camino no llega lejos.



El amor no se trata de puntos medios. Se trata de donación y entrega a la persona que amamos. Si esa donación es generosa y viene de ambas partes, no se buscará un punto medio, sino el punto en que los dos puedan vivir bien.  Y a veces ese punto está 75, 90 o hasta 100% más cerca de uno que del otro. Por eso los sacrificios son una parte fundamental en el amor. Y para que el amor crezca, florezca y perdure es muy importante que ambos aprendan a hacer estos sacrificios sin  estar buscando puntos medios ni tampoco llevando las cuentas. Pero atención: ambos tienen que esforzarse. El amor en una pareja se construye de a dos.

martes, 22 de enero de 2013

Cuando los problemas nos salvan



Hace unos días fui a ver “Una aventura extraordinaria” (“The life of Pi”). ¡Muy interesante! Es una de esas películas que te hace pensar sobre muchas cosas. Desde entonces a todos los que la han visto les pregunto cuál creen que es la historia verdadera: ¿la de los animales o la de los humanos? El público está dividido. Pero no escribiré sobre eso… Más bien quiero escribir sobre algo que me comentó una buena amiga cuando conversamos sobre la película.

Si has naufragado y estás en una barca en medio del océano Pacífico, ¿qué es lo peor que te puede pasar? Las respuestas más comunes podrían ser: “Que aparezca una rajadura en la barca”, “Que el alimento de reserva estuviera podrido”, “Que haya muchas galletas de soda pero no haya agua”… En fin… ¿Pero a quién se le hubiera ocurrido decir: “Que en la barca haya también un tigre de Bengala? ¡Premio a la creatividad!



 Recordemos la situación. El protagonista había dejado su tierra natal dirigiéndose a un nuevo país, además había tenido que dejar al primer amor de su vida. Días después el buque que los transportaba junto con todos los animales del zoológico, naufraga. En el naufragio perdió a su padre, su madre y su hermano. Logra salvarse pero se queda perdido en medio del océano sin instrumentos de navegación. ¿Qué más le podía pasar? El panorama era desolador. Y cuando pensamos que nada peor puede ocurrir, de pronto aparece un tigre de Bengala. ¿Algo más? Sí. El mar está lleno de tiburones… Así que no le queda otra opción que compartir la barca con una bestia de más de tres metros de largo y 250 kg de peso que está acostumbrado a comer 5 kg de carne roja al día y en esos momentos está a dieta de pescado. O sea: un tigre con mucha hambre.

Hay una profunda analogía entre este elemento de la película y la vida humana. A veces nos encontrarnos en situaciones muy difíciles, donde el dolor, la tristeza, la angustia o la preocupación parecieran que nos van a quebrar por dentro. Situaciones de auténtico sufrimiento. Y de pronto en medio de la desgracia, cuando pensamos que las cosas no pueden ser peores, ocurre algo que empeora la situación. Es como si la vida se ensañara contra nosotros, al estilo de los “Heraldos Negros” de Vallejo o “Los Miserables” de Víctor Hugo.

Pi (el protagonista de la película) dice en un momento que fue el tigre quien lo mantuvo con vida. El temor a que el tigre lo comiera lo llevó a aprender a pescar para alimentarlo y a estar continuamente alerta. Tener un tigre a tres metros de distancia hizo que Pi no bajara la guardia, que fuese creativo y sacase todas sus fuerzas para domesticarlo y convivir con él. Simplemente no podía dejar de luchar.

Volvamos a nuestra realidad. Cuando los problemas vienen uno tras otro y ponen en riesgo nuestra vida o nuestra seguridad, ellos mismos nos ayudan a permanecer vivos por el esfuerzo que implica superarlos. Son problemas tan graves que si no combatimos, morimos. Y ese combate nos forma, nos hace más fuertes y permite que en el futuro cosechemos buenos frutos del dolor presente. El esfuerzo por enfrentar y superar los problemas hará que no naufraguemos en el mar del dolor y que en algún momento lleguemos a tierra firme habiendo crecido y madurado. 

Por ello en esos momentos, antes de maldecir nuestra suerte o pelearnos con Dios, miremos lo positivo que pueda salir de las situaciones difíciles y elevemos la esperanza en nuestro corazón. Luchemos con toda la fuerza y creatividad que tengamos. Ello no destruirá el dolor, pero sí hará que el dolor no nos destruya e incluso nos haga crecer.








martes, 8 de enero de 2013

La ira: ¿buena o mala?




Todos conocemos el enojo o la ira. Basta recordar la última vez que estuvimos molestos o que vimos a alguien molesto... es una emoción conocida. Sin embargo, no es una emoción bien comprendida. Muchas veces se la juzga mal, se le coloca un estigma negativo o se la considera como políticamente incorrecta. Digamos algo al respecto.



Cuando la mente humana percibe una realidad como amenazante o mala, es decir que atenta o va en contra de nuestra dignidad y nuestro ser, se despierta una emoción en nuestro interior conocida con el nombre de “ira”. Esta emoción es una de las más fuertes que existen pues precisamente su función es la de movernos a alejar de nosotros el mal percibido y así defendernos y preservarnos. Es como un motor que nos da potencia inmediata para realizar un trabajo difícil. En este sentido la ira es algo bueno. Es una de las herramientas que tenemos para vivir, crecer y ser felices. 
Pero a veces ocurre que se juzga a priori la emoción de la ira como mala. Las causas de este juicio las dejamos para otra ocasión. Hagamos más bien una distinción que nos puede ayudar a evitar caer en ese error. Una cosa es la emoción que nace inmediatamente al percibir el mal y otra cosa el consentimiento de la voluntad a desear u obrar mal contra alguien. Son dos actos distintos. Sobre el primero no se puede hacer un juicio moral. Sólo el segundo podría ser considerado como un acto humano incluyendo conciencia y libertad y entonces ser juzgado como moralmente malo. En términos un poco complicados pero útiles diríamos que ontológicamente la emoción de la ira es buena, mientras que moralmente puede ser buena o mala dependiendo de la moralidad del acto que acompaña.

Pongamos un ejemplo muy común en la vida urbana. Estás manejando tranquilo cuando de pronto un auto se mete a tu carril de improviso y te obliga a frenar en seco provocando que el auto detrás de ti te choque. Inmediatamente se despierta una emoción en tu interior. La intensidad,  repercusión y manifestación podrá variar de persona a persona. Algunos se bajarán del auto gritando a la persona que los cerró, otros se bajarán sin gritar pero profundamente indignados y otros enfurecidos y con un torbellino de emociones interiores difíciles de describir y controlar. Pero sea cual sea la exteriorización, la experiencia común es la de estar muy enojados. Existe un mal objetivo: tu integridad física ha sido puesta en peligro y un bien material se ha dañado. Ante ello nuestro interior reacciona rechazando ese mal con fuerza. Ese rechazo emotivo se llama ira.

La emoción que se ha despertado en tu interior no es mala moralmente hablando. Es una reacción inmediata e involuntaria. Sin embargo si decides desear el mal a la persona que te chocó o exteriorizar la ira haciéndole daño, ya estarías en otro escenario donde se abre la posibilidad de evaluar moralmente la ira y juzgarla como mala por su participación en el acto de dañar a otra persona. La línea es muy delgada y se puede cruzar en milésimas de segundo, pero no por ello deja de ser una línea real. A un lado hay una ira espontánea, natural y saludable, al otro un acto acompañado de ira dañina y por tanto mala.

Esta distinción es muy importante. No se puede tachar la ira como algo malo a priori. Hacerlo generaría graves desórdenes en el interior y nos quitaría una fuerza importante para el desarrollo personal. Pero tampoco se la puede considerar como algo bueno en todas las ocasiones. Lo que sigue entonces es aprender a conocer, aceptar y expresar adecuadamente la ira… Eso lo dejamos para un siguiente artículo.