Hoy quisiera reflexionar sobre una de esas realidades que hace más hermosa la vida cotidiana.
¡Cuántas veces hemos experimentado una alegría profunda al hacer un favor, al acercarnos con una sonrisa a una persona triste, al ofrecer un hombro a un amigo que llora, al atender a una persona enferma, al ayudar con nuestro consejo a alguien que sufre, al regalar nuestro tiempo a quien no lo tiene o nuestra presencia a quien la necesita! Recordemos un poco. ¿Qué hemos sentido en esos momentos? ¿Qué sensación se expandió e inundó nuestro corazón? ¿No fue acaso esa cálida y armoniosa emoción que llamamos alegría? ¿Y qué relación misteriosa se entabló con la persona que ayudamos, por más que haya sido un desconocido? ¿Qué fibras profundas del espíritu se despertaron y comenzaron a brillar en nuestro interior y en los ojos del otro?
Y es que cuando servimos ponemos parte de nuestra vida a disposición del otro y eso, por la misteriosa y hermosa naturaleza de la que estamos hechos, nos hace felices. Quien sirve mira al otro. Es el primer paso. No hay servicio sin atención, reverencia y apertura al otro. Y solo eso ya humaniza y alegra una enormidad. Ver al otro significa abrirse a su misterio, a su realidad en el aquí y ahora. Ver al otro significa estar atento a su mirada y dejarse tocar por ella y por la vida que está por detrás. Y luego de mirar al otro nos ponemos a su disposición y buscamos sacar del baúl de nuestro tesoro la joya que más le ayude. Por eso servir es poner una vida en contacto con otra, un tesoro en armonía con otro. Servir es el encuentro entre dos misterios que se abren uno para ayudar y el otro para ser ayudado. Y como fruto de ese encuentro ambos misterios quedan enriquecidos: el que se acercó a ayudar es ayudado y el que se dejó ayudar, ayuda.
¡Y cómo no alegrarnos profundamente al ver el bien que realizamos en el otro, por muy pequeño que parezca o que sea! ¡Cómo no alegrarse ante el bien! ¡Cómo no dejar que nuestro interior salte y baile de alegría al ver el bien en el otro! Creo que la experiencia de haber ayudado a otra persona es una de las experiencias más reconfortantes de la vida. Es una de esas experiencias que nos hacen decir: es hermoso vivir, la vida vale la pena.
¿Qué tal si lo hiciéramos más? ¿Qué tal si lo practicásemos a diario? Y… muy importante: ¿Qué tal si al hacerlo dejásemos que la alegría de servir inunde nuestro interior? Servir al otro, dejarse servir y nutrirse del manantial de alegría que de ello brota. ¡Qué hermoso programa de vida!
jueves, 13 de diciembre de 2012
jueves, 6 de diciembre de 2012
“La felicidad sólo es real…”
Citemos una vez más a Christopher McCandless, el joven que se fue a Alaska buscando la felicidad y lamentablemente murió hace veinte años dentro de un bus abandonado. Desde que conocí su historia hubo dos hechos que me llamaron mucho la atención. Del primero ya escribí en el artículo anterior, así que hablemos del segundo. Entre las líneas de un libro que llevó consigo, Chris con letra frágil escribió una frase que en mi opinión es genial e impactante: «Happiness only real when shared» (La felicidad sólo es real cuando es compartida).
La frase no dice dónde encontrar la felicidad ni en qué
consiste, sino que evidencia una condición. Para que se pueda hablar de
felicidad, para que ésta sea real, tiene que ser compartida. No hay felicidad
solitaria, podríamos decir. La soledad y la felicidad no van juntas.
Pero ¿qué significa compartir la felicidad? No creo que se
refiera únicamente a tener a alguien al lado mientras se es feliz. Ni tampoco a
contarle a alguien lo feliz que soy. No podemos saber a qué se refería Chris, pero
sí podemos reflexionar a partir de la pista que nos dejó.
Creo que se comparte aquello en lo que otros tienen
parte, es decir compartimos algo en lo que participamos con otros. Cuando miro
un atardecer hermoso junto a alguien, estoy compartiendo la experiencia. Cuando
sufro una pena con otra persona, estoy compartiendo el dolor. Cuando me río
junto con otros, estoy compartiendo la alegría. Lo mismo sucede con la
felicidad. Cuando vivimos con otros lo que nos hace felices día a día, estamos
compartiendo la felicidad. Cuando se camina juntos hacia el horizonte de la
felicidad, se está compartiendo la felicidad.
Ahora bien, con la felicidad no pasa como con el
atardecer o el dolor. Hay una diferencia importante. El atardecer puede no
compartirse y sigue siendo muy real. En cambio la felicidad no compartida se desvanece,
se desfigura, al punto tal que podríamos decir que sin los demás no hay
felicidad. Por ello creo que la felicidad es un horizonte hacia el cual es
indispensable caminar de la mano con otros. O desde otra perspectiva, la
felicidad es una experiencia de plenitud que solo se da auténticamente cuando
se vive con otros.
¿Y cómo compartir la felicidad en lo cotidiano? Responder
esta pregunta implicaría muchísimas páginas. Así que sólo diré tres cosas que me parecen
fundamentales. Lo primero es compartir las experiencias profundas que nos hacen
ser felices con las personas con quienes queremos ser felices. Lo segundo es buscar
una comunión en el ideal de felicidad, pues si hay horizontes diferentes cada
uno caminará por su lado. Y es evidente que no se puede caminar juntos si uno
va hacia el sur y otro hacia el norte. Y por último es necesario aprender a caminar
juntos hacia ese ideal día a día y paso a paso.
Hasta la próxima…
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